En mi hogar, la hora de dormir se había convertido en un desafío intimidante. Dos almas increíblemente vibrantes, mi hijo de 6 años, Luke, y mi hija de 9 años, Mia, aparentemente impulsados por la energía inagotable de la juventud y el atractivo de la tecnología, resistían el abrazo del sueño noche tras noche.
El suave brillo de las pantallas a menudo reemplazaba el reconfortante destello de la luz nocturna en sus habitaciones. Horas que deberían haber estado llenas de cuentos antes de dormir y sueños a la luz de la luna a menudo eran consumidas por un nivel más del juego o un video más.
Esas noches inquietas me llevaron a recorrer los pasillos de las tiendas de salud, buscando una solución que no fuera en forma de gomitas azucaradas o pastillas llenas de aditivos. Luke y Mia dejaron en claro: odiaban las pastillas.
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